martes, 24 de julio de 2018

Cuando llegué a Cúcuta.

Cuando llegué al terminal de Cúcuta, la anciana cambió de pronto su mirada, y ahora parecía una madre y me dijo con ese acento nortesantanderiano y con una ternura que me hizo mucho bien, que tuviera cuidado, que cuidara mis cosas, que no me confiara en ese terminal, le di las gracias, y me despedí con una sensación cálida en mi corazón, su actitud era otra, al principio parecía molesta, sobre todo porque yo no paraba de preguntar ¿cuando llegaría a mi destino?, ya saben, como cuando uno está nuevo en un lugar y no conoce a nadie, le pregunta al que está más cerca, o al que tiene más rostro de colaborar. Yo no me preocupé mucho, no le dije que yo era de Caracas y que estaba preparado para casi todo y que no confiaba tan fácilmente en desconocidos, menos fuera de mi país. Lo cierto es que llegué justo unos minutos antes de arribar mi bus expreso con rumbo a Medellin, luego de una fila de más de cuatro horas para sellar el pasaporte, fue algo providencial. Dos cosas recuerdo de ese día, y hoy quiero compartirla con ustedes.

La primera, es que en el terminal había muchos negocios con muchas cosas apetecibles. Yo no había comido desde que salí de Caracas, creo que pasé dos días sin comer, o tres, no lo recuerdo bien, solo bebiendo agua. Uno de los puestos de venta de comida tenía muchas manzanas, las mismas que años atrás comprabamos en casa, las que yo comía cuando era un niño. Las vi, coloradas y brillantes, con la etiqueta esa que llevan las manzanas importadas. De inmediato pregunté cuanto costaban, y me di cuenta que podía comprar una manzana con unas pocas monedas, algo extraño para un venezolano en este tiempo, donde el dinero ha desaparecido, mucho más las monedas.

Vi las manzanas, pensé en mis hijos a los cuales les gustan tanto, y al pensar en ellos por un momento, casi me niego a comprarlas por un sentimiento de culpa, pero entendía que debía comer algo y que no había ningún problema ni nada malo en que lo hiciera, y más si eran manzanas. Lo cierto es que con unas monedas compré tres manzanas, una para ese momento, y dos para el resto del viaje. Bueno... tratando de disimular mi alegría, tomé una de las manzanas y llegó el momento que podría describir como apoteósico.

Sentí de nuevo el crujir en mi boca de esta fruta del Señor, la jugosa dulzura, el sabor que fue como si se abriera una puerta al pasado y pude ver el rostro de mi abuelo que ya está con el Señor Jesucristo, pude ver a mucha gente que estaba escondida en mi memoria, el gusto era el mismo, ¡que explosión de sabor en mi boca y que maravillado estaba yo de la gracia de Dios! De inmediato, una lágrima corrió por mi mejilla derecha, que pronto quité con mi mano, y seguí caminando al expreso de Brasilia.


Lo segundo que recuerdo y que quiero compartir, no es menos especial. El expreso llegó, y ya era tiempo de subir a él. Yo no debía guardar maletas, nunca viajo con maletas grandes, solo con un bolso de espalda con unas mudas de ropa y mi Biblia, entre otras cosas pequeñas, así que estaba de primero en la fila para ingresar a la unidad. Una mujer de edad madura, impecable, con una sonrisa en su rostro, me pidió el boleto, y de inmediato sacó de una gavera un jugo de frutas, una galleta, unos audífonos, y un "Dios te bendiga, bienvenido"... ¡cómo no amar a Colombia y cómo no alabar a mi Señor Jesucristo!, cuando estaba dentro del expreso, me sentía seguro, Dios estaba conmigo, no tenía dudas de que llegaría bien para cumplir mis compromisos pastorales, y así fue.

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